La vorágine de emociones desborda la capacidad humana para entender lo absurdo del asesinato de los niños en Tibú, es tan ignominioso, que petrifica en dos sentidos, en el hecho mismo de la acción que sacude el alma a través de las imágenes grabadas, y que dan una sensación confusa, por un lado ver sus ojos asustadizos e impotentes al arbitrio del desamparo y los poderes que de facto regulan las relaciones sociales en ese contexto, pero a la vez cada repetición es saber que se ven vivos, pero ya están muertos, una percepción que engaña los sentidos por un momento, pero que conduce al desconsuelo inminente por cada repetición. El segundo aspecto de la petrificación radica en la impotencia, una palabra que viene del latín impotencia y significa “sin la cualidad de poder”, y no solo en el sentido individual de aflicción, sino en la imposibilidad colectiva para actuar, sea por la “naturalización” de la violencia, la “justificación”, el “selectivismo moral”, la debilidad de las acciones ciudadanas o la imposición de las armas sobre las palabras y las leyes como diría Cicerón. Es una derrota de la política y la democracia.
La anterior descripción se conecta con dos conceptos, que pueden entenderse como “escenarios” individuales y sociales de esa derrota. La frustración, como la privación del resultado esperado, pero no en el sentido lineal de una meta mesurable, sino ese anhelo que se alimenta permanentemente de la posibilidad de realización, en un sentido de construcción paulatina, que puede traducirse en justicia, educación, bienestar, derechos y oportunidades; pero con el asesinato de jóvenes se lesiona la potencia de una sociedad. Por otro lado, la abulia como la falta de voluntad y energía, inmoviliza gracias a la desazón. Lo ocurrido no es nuevo, y podríamos hacer la lista funesta de niños y jóvenes asesinados, reclutados o violentados.
Esta atmósfera de la guerra absorbe las almas y los cuerpos de formas diferentes, aquellos anónimos que no son virales, pero que se han ausentado, cuando las llamas de sus existencias se apagan por los fusiles o la indiferencia mezclada con olvido; fugaces lágrimas de indignación que esperan en otra escena correr el telón, y escuchar los ampulosos discursos de aquellos hipócritas de la política; y también, del ciudadano de a pie que se queja con vehemencia, pero acolita con complacencia esa perorata y se venda los ojos para evitar la medusa de la cruda realidad de la cual es cómplice . Y así como dice el poeta Fidencio Escamilla Cervantes en Los Niños de la Guerra: “Ellos vinieron de allí de la frontera/ Flacos, anémicos, muertos vivientes/ Infelices abortos de una estúpida guerra/. Cruzaron por aquí, aullando su dolor/ Con aire de tristeza de un ánima en pena.
La indignación será corta, ya vendrán otros anónimos a ocupar la agitación moral del momento, a reafirmar la derrota de la política y la democracia, en pocas palabras la derrota de la humanidad. Y la impotencia, la frustración y la abulia aguaitan para atentar contra las “utopías”, cada vez que los carroñeros se alimentan de la infamia criminal, y no pasarán a la historia estos hijos de la guerra, como escribe el poeta Escamilla:“
“Esos seres que regados quedaron por el suelo /No merecieron ni un corto minuto de silencio /Ni siquiera un crucifijo oscuro y macilento /Ni una medalla al deber como inmortal recuerdo /Ni un escrito final, ni un monumento / Simplemente cayeron porque tenían que caer: Los niños de la guerra, de esta estúpida guerra/Ya están muertos”.
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