Cada vez que escucho la canción de Piero, “Viejo, mi querido viejo”, es inevitable pensar en mi padre Joaquín Buitrago, pues los estribillos parecen hacer una descripción de lo que fue su paso por esta tierra. Quienes le conocieron no pararon de admirar que pese a su avanzada edad, recorría las calles de nuestra ciudad de arriba a abajo, sin que nada lo detuviera. Sólo que el paso de los años fue lenta e imperceptiblemente haciendo mella y cada vez su andar era más lento, “como perdonando el viento”.
Fue un hombre jovial y amable por naturaleza, siempre tenía una palabra de aliento en su boca, para cualquiera que trabara una conversación con él. Su único anhelo era vivir y a fe que lo logró, pues se gozó cada instante de su vida, pese a las dificultades. Un día a la edad de 70 años, debió abandonar todo lo que con esfuerzo había construido, pues fue amenazado por grupos ilegales que le impusieron una condena sumaria, debiendo salir y dejar todo a su paso. Sencillamente anocheció y no amaneció.
Mi padre llegó con lo que tenía en los bolsillos a mi casa en Bogotá y desde ese día hasta su muerte permaneció conmigo. No tenía pensión, no tenía cómo sostenerse, por ello sin dudarlo lo arropé hasta sus últimos días, pese a que se fue de casa cuando yo tenía 5 años. Le encantaba estar informado, sabía de todo y opinaba, incluso como “creció con el siglo”, conocía la historia a cual más. Las personas que lo trataron en vida, siempre exaltaron sus buenas maneras, la amabilidad y la disposición para apoyar en lo que a su alcance estuviera.
Cuando retorné a Cúcuta, en el año 2000, él vino conmigo para quedarse en esta ciudad a la que amó desde el mismo momento en que la pisó. Una ciudad cálida en todas las dimensiones climáticas y sociales, a la cual le fue muy sencillo acomodarse. Conocía cada vericueto del centro y El Malecón por donde paseaba a diario. A sus noventa años paraba la buseta y pedía que lo esperaran para subirse, con las consecuencias de sus actos a cuestas, pues en más de una ocasión cayó por la falta de solidaridad de algún ansioso conductor. Nada lo detuvo sólo la muerte, que llegó para traer sosiego a su alma y hacer con él su último y más importante recorrido a las moradas celestiales, junto al Padre.
Joaquín Buitrago no fue un empresario rico, fue un hombre bueno por excelencia, de esos que hoy en día poco quedan, nunca se aprovechó de nada ni de nadie, lo vi hacer su fila siempre, pese a su longevidad, mientras pudiera aguantar de pie, no imponía su derecho sobre el de otros. Hoy recibo la mejor herencia que pudo dejarme en vida, el ejemplo de rectitud y servicio que lo acompañó siempre.
Fueron 94 años vividos a plenitud, sé que “el dolor lo llevaba dentro”, por muchas que quedaron en el tintero de la vida, pero debo reconocer que fue un verdadero campeón. Los últimos 24 años de su vida los pasamos juntos, fue coequipero de viaje y aventura. Un ejemplo a seguir. Hoy escribo para recordarlo, como siempre lo recordaré, conversador a cual más y respetuoso de los demás. In Memoriam, Joaquín Buitrago Calderón.