Un tema apasionante de la filosofía contemporánea es el que tiene que ver con la moralidad política. Esto se refiere a las normas éticas en las que se basa la conducta moral en lo político. Es allí donde se despliegan los fundamentos teóricos y prácticos sobre lo que es o se pretende que sea el manejo de la cosa pública.
Y es que a lo largo de la historia de la humanidad, la política ha hecho crecer disputas entre personas e ideas. Entre los que tienen la razón y los que no, entre los que manejan la verdad moral y los inmorales, entre los infalibles y los falibles, en definitiva, entre los buenos y malos.
En lo que respecta a la política en Colombia, es claro que en los últimos años ha surgido un hastío hacia cierto tipo de políticos y sus visiones de “moralidad política”. Pese a ello podría decirse que no existe aún la auto-consciencia del pueblo sobre cuál podría ser la visión ideal del político y cuál debería ser el enfoque moral que este irradie al espectro de lo público.
Así las cosas, es en dicho contexto político donde han surgido dos tipos de visiones morales extremas maniqueístas: las absolutistas, es decir, la de aquellos(as) que consideran que determinadas acciones son correctas o incorrectas en cualquier circunstancia. Por otra parte, la de aquellos(as) que basan la moralidad en el “mandato divino”.
En cuanto a los primeros (los absolutistas morales) un caso bastante llamativo es el relacionado con la senadora Claudia López. Ella en sus debates y dialéctica utiliza un lenguaje “moralizador” e “inquisitivo” frente a lo que denomina los “otros” o la “clase política corrupta y culpable” de la desgracia social del país.
Esta doctrina podría tener en principio un sabor interesante para los paladares hastiados de muchos colombianos, pero en la práctica podría llevar a incoherencias y a juzgamientos peligrosos a posteriori de parte de ellos mismos, situación que afectaría mucho más la armonía democrática del país: moralizar el mundo y defender una verdad moral absoluta ha sido la causa de las guerras –religiosas, económicas, políticas– de la historia de la civilización.
Por otro lado, están los que fundamentan la moralidad en el “mandato divino”. Aquí encontramos casos emblemáticos como el del exprocurador Alejandro Ordoñez o como el del expresidente Uribe, quienes en sus discursos y dialéctica afirman que una cosa es correcta o incorrecta por el simple hecho de que Dios ha establecido que así sea: lo bueno es bueno y lo malo es malo porque así lo dice el “mandato divino”.
Estos terminan coincidiendo con los absolutistas morales en cuanto que aquellos defienden una verdad moral-religiosa donde todo lo que allí no quepa es herejía, o en el peor de los casos “pecado”: ¿lo bueno es bueno porque Dios lo establece, o Dios lo establece porque es bueno?, ¿la guerra es correcta porque el enemigo siempre será malo, y el diálogo es el instrumento del comunismo avasallante?
Son dos visiones y realidades evidenciables en la actualidad política colombiana. La democracia es el escenario donde ambas corrientes realizan su espectáculo y la Constitución la garantía y límite de estas. Sin embargo, son muchas las previsibles consecuencias que estas doctrinas morales podrían traer a la praxis de lo público: polarización, monismo, extremismo, confrontación ideológica, exclusión de lo público, paroxismo moral, etcétera.
A la postre, los valores políticos como la coherencia moral, la anti-corrupción y la sacralidad de lo público no se logran sólo con ideas, normas y diseños institucionales novedosos, sino también con la decisión soberana de cada individuo y por supuesto, de cada servidor público de respetar la Constitución y al pueblo que los elige y manda.