Se ha vuelto costumbre inveterada desde un sector político nacional - no sé si en otros países ocurre lo mismo - obligar a determinados representantes de la institucionalidad colombiana a pedir perdón por hechos que, según ellos, son imputables a quienes señalan, por ejemplo, a la fuerza pública. Ya hemos visto varios casos por televisión. Así lo ratificó recientemente el presbítero Rafael de Brigard en columna de prensa, a lo que se le abona que haya reconocido que además de los Estados, las fuerzas armadas, instituciones educativas, colonizadores de ayer y de hoy y el cuerpo médico, también la iglesia los ha cometido, aunque no los menciona, pero como en el famoso vallenato “sabemos cuáles pueden ser”.
Cuando en el gobierno del señor Juan Manuel Santos Calderón se adelantaba el llamado Proceso de paz, se afirmó en determinado momento que el objetivo de liquidar el conflicto armado entre los actores en conversaciones era la consecución del sosiego público a largo plazo, la paz social, y no la imposición del acto de pedir perdón. ¿Por qué? Porque ello está reservado a la esfera íntima de las víctimas, algo que está más allá de lo que pueden pactar las partes en discordia y no puede ser impuesto a los victimarios -para que pidan perdón- ni a las víctimas -para que perdonen-.
Realmente es difícil determinar con precisión quién tiene la razón, máxime, cuando de lado y lado presuntamente ha habido motivos para pedir perdón, si de ello se trata. Lo importante es que las partes honren los compromisos adquiridos en el Acuerdo, y no que una de las partes exija a la otra su cumplimiento para luego “amarrarle conejo”. La sociedad civil debe exigir a ambas partes que cumplan lo acordado, conforme al principio de derecho romano Pacta sunt servanda, es decir, lo pactado obliga, el contrato es ley entre las partes, los pactos deben honrarse, en fin, fue un Acuerdo entre dos partes y ambas deben cumplir fielmente.
El presbítero de marras llega al extremo de solicitar a los políticos que pidan perdón por la violencia que ejercen o ejercieron sobre sus opositores, por no aclarar lo que saben de la corrupción y, además, luego de pedir perdón, deberían tener la gallardía suficiente para abandonar la vida pública. Eso es ilusorio. No lo harán. Generalmente su salida de las corporaciones públicas obedece, generalmente, a investigaciones penales en la Corte Suprema de Justicia, procesos de nulidad electoral y pérdida de investidura ante el contencioso administrativo, muerte por COVID-19 o no repiten por ausencia de respaldo popular.