Con los efluvios del teletrabajo irradiando todavía con fuerza tras los efectos de la pandemia y ante la necesidad casi sanitaria de hacer algo respecto de las decenas de cajas de libros apiladas en mi habitación tras el trasteo desde Bogotá, hace cosa de dos años mi madre decidió optimizar el cuarto de atrás de la cocina construyendo una biblioteca boutique en él. Un rinconcito entrañable lejos de la bulla mundanal de la calle principal, resguardado de los caprichosos rayos solares por las sombras interiores del edificio y embargado por una atmósfera de refugio nerd que sólo el ruido blanco del centrifugado de la lavadora podría evocar. Oficialmente, es mi lugar favorito de la casa de mis padres desde hace una semana, sólo le falta una cama plegable y no me volverían a ver por el barrio jamás.
Fue allí donde tuvo lugar el nostálgico reencuentro con mis libros tras un lustro sin verlos. Un sencillo instante de enaltecimiento a la acumulación efímera de papel que consiguió arrugarme el corazón literario rememorando las aventuras vividas juntos y los días singulares que me hice con ellos para integrarlos a mi colección. Así, sin dudarlo ni un momento, me puse en la diligente labor de limpiarles el polvo uno por uno, organizarlos por autor, editorial y colección hasta que, poco a poco, las estanterías de la nueva biblioteca pasaron del caos de la improvisación errática a la hermosura intrínseca de unos anaqueles bien catalogados. Una fantasía TOC que me hizo entender la intimidad materialista que se oculta tras el sencillo acto de organizar tus ejemplares en la soledad y el silencio de las horas que pasan.
El pico de las emociones estuvo en la extracción de mi equipaje de algunos títulos específicos que saltaron el Atlántico como polizones a mi espalda con el propósito exclusivo de complementarse con sus pares latinoamericanos: “El Campo, El Pueblo y el Yermo” de William Faulkner, en la edición de Seix Barral, que junto a “De Esta Tierra y Más Allá” compilan la totalidad de sus cuentos; “De Europa y América” y “Notas de Prensa”, en la edición Mondadori de los noventa, que al unirse a “Por la Libre” y “Textos Costeños” dejan a tiro la colección periodística de García Márquez; o “El Castillo” de Franz Kafka que, tras sumar las millas de Nueva York a Madrid, casi no cabe de vuelta en la caja conmemorativa de las obras completas del checo por los estragos causados por la humedad de la ciudad en sus demás compañeros.
Esta semana tendré que decirles adiós una vez más, y sabrá la providencia hasta cuándo, no sin antes embarcarme en la difícil labor de escoger a algunos afortunados que se camuflarán en mi maleta de vuelta a Europa. Un contrabando literario que, aunque no mitiga por completo la pena de tener que dejar atrás a los demás que no pasaron el corte, funge como la promesa irrompible de un lector de volver a ver pronto a sus libros que, aunque cosas que son, él ve como sus amigos.