Si Colombia es un Estado de Derecho, lo natural es que la rama judicial del poder público y los funcionarios judiciales -en todos los niveles y especialidades- sean independientes y que sus decisiones sean respetadas y cumplidas tanto por los órganos estatales como por los particulares, sin perjuicio de los recursos y acciones que prevén la Constitución y las leyes.
El disenso y la discrepancia sobre los contenidos y fundamentos de las providencias judiciales son perfectamente legítimos, inclusive en el interior de las más altas corporaciones -como lo demuestran los salvamentos y aclaraciones de voto-, en los demás órganos estatales y en la academia, pero deben ser expresados con el debido respeto y sobre la base de su pleno acatamiento.
Desde luego, algunas decisiones judiciales -en especial las proferidas por altas corporaciones, como la Corte Constitucional, la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado, la Comisión de Disciplina Judicial, la JEP- tienen un mayor impacto en el seno de la sociedad y son objeto de la atención pública, en medios de comunicación y redes sociales. No todas son acertadas, y es normal que respecto a ellas y alrededor de sus efectos y consecuencias se produzcan debates de carácter jurídico, político y académico.
Algunas sentencias, en especial de la Corte Constitucional o del Consejo de Estado, tienen repercusiones de gran calado tanto en la actividad gubernamental y administrativa como en el terreno económico y en el fiscal.
Lo hemos visto recientemente, a propósito de fallos proferidos por la Corte Constitucional en cuanto a la declaración del Estado de emergencia en la Guajira, el impuesto a las bebidas azucaradas, el Plan de Desarrollo Económico o el parágrafo de la reforma tributaria que prohibía deducir del impuesto sobre la renta lo pagado por concepto de regalías. En particular, la sentencia de la Corte sobre el último asunto mencionado -decisión que puede ser discutible desde la teoría jurídica, pero perentoria y obligatoria- causó gran revuelo en el Gobierno, e inclusive el propio presidente de la República anunció que, como consecuencia del fallo, habría que recortar el presupuesto de la rama judicial para 2024 y congelar los salarios de los más altos funcionarios en todas las ramas y órganos del poder público. Ello fue confirmado por el ministro de Justicia, durante un conversatorio llevado a cabo en Cali.
No se hizo esperar la reacción. El presidente de la Corte Suprema, durante la Gran Cumbre de la Justicia, celebrada en la Universidad Javeriana, en Bogotá, expresó su abierta discrepancia con lo anunciado por el Gobierno, subrayando que el respeto a la independencia de la justicia es un principio rector de las democracias liberales y una talanquera contra el despotismo. Por tanto, en su criterio, la decisión presidencial es inaceptable.
A juicio de varios magistrados y académicos -cuyo criterio compartimos-, no puede adoptarse una decisión administrativa a manera de retaliación contra una sentencia, inclusive si afecta gravemente las finanzas públicas.
El manejo de los presupuestos tiene que ver con las funciones, prioridades y necesidades financieras de las instituciones públicas, no puede ser una respuesta oficial a fallos judiciales, aunque haya motivos válidos para disentir de ellos.
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