Escribió Fernando González en su tesis presentada a la Universidad de Antioquia en 1919: “En Colombia se ha creído que las escuelas y universidades son la base del progreso: establecer una fábrica de doctores en cada ciudad y escuelas en todas partes, ha sido y es un ideal y una realidad en Colombia; todos los partidos han estado de acuerdo con esto. ¿Qué se ha conseguido? La empleomanía y un semillero de poetas, doctores y políticos; la intriga desmadrada para alcanzar los puestos públicos, y la ineficacia en el gobierno (…) [el egresado] irá a sufrir en la lucha por la representación del pueblo en congresos y asambleas, o a engrosar el número de abogados sin pleitos y de médicos sin enfermos. (...). Cuando haya muchos ferrocarriles y mucha vida comercial, entonces sí se aprenderá a leer, aunque no sea sino para conocer los reglamentos de los trenes. La escuela de los economistas tiene razón: las leyes naturales dirigen la vida y nadie puede reemplazarlas.”
Un siglo después, la estructura universitaria es casi la misma que la descrita por González. La universidad colombiana se caracteriza por mantener la estructura de la universidad napoleónica de 1807. De acuerdo con Alfonso Borrero, Napoleón, uno de los grandes estrategas de la historia de occidente, concibió a la universidad como un ejército al servicio del Estado cuyo propósito era la formación de profesionales. Su jefe supremo era el emperador, su general en jefe era el rector y los coroneles y capitanes eran los vicerrectores y decanos. La investigación se hacía por fuera de la universidad, en las Grandes Écoles, hospitales, museos y jardines botánicos.
Esa estructura universitaria, basada en facultades independientes y autosuficientes, fue abandonada por Francia en la década de 1890, pero se mantuvo en Colombia hasta la Ley 30 de 1962 que conserva elementos como que la máxima autoridad la ejerce el Ministro de Educación Nacional, quien preside los consejos superiores de las universidades nacionales y el gobernador del departamento, quien preside las universidades de carácter departamental, como en nuestro caso la Francisco de Paula Santander y la de Pamplona.
Pero la Ley 30 se separó de la napoleónica e introdujo la investigación, la innovación y el relacionamiento con la sociedad como objetivos de las Instituciones de Educación Superior (IES), lo que ha comenzado a darle un vuelco a la Educación Superior y le ha dado una participación fundamental en la consolidación y desarrollo de la economía.
Hoy es ampliamente reconocido que el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) nacional se debe basar en el valor agregado que se le dé a nuestros productos, principalmente a los recursos naturales no renovables, a través de la investigación fundamental financiada por el Estado que se hace en las universidades e institutos especializados.
Proyectos como los presentados en la sesión del Comité Universidad Empresa Estado (CUEE) del martes pasado, en la que profesores de nuestras universidades mostraron resultados aplicables a la industria de la arcilla, el coque y la construcción, son una muestra del papel de la investigación universitaria en el desarrollo de la economía de Norte de Santander.
Pero no es suficiente. Mientras que en EE.UU. se prevé que un profesional puede cambiar de carrera unas diez veces en su vida y en el Espacio Europeo de la Educación Superior existen por lo menos diez tipos de maestrías, una de las cuales permite cambiar de profesión, nuestras leyes están diseñadas para mantener el sistema con el menor cambio posible. No es de extrañar entonces que, para que un colombiano se destaque a nivel internacional, tenga que salir del país.
La educación superior en Colombia debe cambiar para cumplir el propósito que cumple en las naciones desarrolladas. Pero entiendo que mientras la norma vaya por un lado y la realidad objetiva por otro, esto no será posible. Y en el entretanto, el legislador mantendrá su deuda con el país.
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