Si le pudiera pedir algo a Dios, le pediría que me llevara a donde mi mamá para poder abrazarla. Me hace mucha falta”. El autor de esta frase es Brayan José Gregorio Pacheco, un venezolano de 24 años que lleva un año recorriendo las calles y los negocios de Cúcuta con su inseparable viola.
En 1998, su papá, hoy enfermo -víctima de infartos cerebrales y una parálisis que le afecta gran parte de su cuerpo-, llegó a la casa y le dio el mejor regalo de cumpleaños. Un instrumento de madera de cuatro cuerdas, que en ese momento era más grande que sus brazos y que hoy le sirve para ganarse la vida.
A las cinco y media de la tarde comienza la última parte de su jornada laboral, que termina a eso de las 10 de la noche, pero que inició a las 8 de la mañana. Hasta ahora lleva un poco más de $30.000 ganados. Eso, producto de pararse en dos puntos del centro de la ciudad en la mañana y recorrer varios restaurantes entre las 12 del medio día y las 3 de la tarde.
Pero tiene que hacer más, la idea es enviar mínimo $10.000 diarios a sus papás en La Victoria, en el Estado Aragua, a una hora de Caracas (Venezuela), pagar los $5.000 diarios de vivienda, conseguir lo de su alimentación, además de ahorrar para las cuerdas de la viola y otras cosas que necesita.
En su estómago hay unos fríjoles y algo de arroz que compró a las 11 de la mañana. Ya en la noche, después de terminar el trabajo, tal vez coma algo más antes de llegar a su ‘casa’, una vivienda cerca a la terminal de Cúcuta donde comparte techo con otros dos venezolanos.
Duerme en una colchoneta, ha perdido algunos kilos de peso y los días los soporta al ritmo de las cuerdas. Este año ha pasado unos cinco días sin probar nada de comida. “Hay días buenos y otros no tanto. En los ‘restauranes’ me tratan bien, a veces la gente también me llama a la mesa y me da algo de comer”.
El mejor día, hablando de comida, fue en un asadero de Cúcuta, donde llegó a tocar a la hora del almuerzo. Ahí, el dueño lo llamó y le regaló un pollo asado entero, “completico”. No lo podría creer, contó sonriendo, como disfrutando y saboreando aún ese momento.
Para trabajar se pone de pie, soportando el instrumento con el hombro izquierdo. Al son de sus dedos -ya lastimados de tanto tocar- y el vibrar de las cuerdas, los músculos de los brazos se tensionan, al igual que lo hacen sus ojos, que se cierran cuando toca canciones como ‘Venezuela’, que le recuerdan a su país natal.
“Esta sí me da duro”, dice. Luego, volteando la mirada hacia el frente, exclama “gracias”, la palabra que más repite durante el día, como gesto de agradecimiento a las personas que depositan una moneda o billete en el estuche de la viola, que usa para recoger las ganancias.
Brayan José Gregorio Pacheco.
La música los une
En Venezuela estudiaba música y en Cúcuta ha conocido a otros músicos que, como él, no estaban acostumbrados a tocar por unas monedas ni en los negocios.
En la Plaza Fundadores, frente al Centro Comercial Ventura Plaza, se reúne con otros dos músicos, ambos profesionales, provenientes de Barquisimeto. Los tres, Narciso Díaz, de 44 años, interpretando el cuatro; Emanuel Bastidas, de 23 años, un arista con el violín, y Pacheco con la viola, tocan algunas canciones, deleitando con sus notas a los transeúntes que de uno en uno hacen su aporte.
Otro que encontró compañeros musicales en Cúcuta fue Pedro Pacheco, oriundo de Valencia, quien apenas se graduó de ingeniero de Alimentos se vino para Colombia, trayendo su Cuatro en la maleta.
En la pensión del barrio El Llano, donde reside, conoció a los integrantes de su pequeño grupo: el cantante es José Soto proveniente de San Cristóbal y José Luis Medina los acompaña con la flauta traversa, que trajo desde Caracas.
Juntos les va mejor, dice el profesional de alimentos, quien quisiera tener otro trabajo, pero que en la música encontró la forma de vivir en un país ajeno.
Llevan poco más de una semana recorriendo los restaurantes de la ciudad, porque sus colegas llegaron hace menos de un mes.
El encargado de pedir la colaboración a los comensales es el cantante, mientras los otros dos lo acompañan con una melodía, generalmente de música llanera, que suena diferente sin arpa pero acompañan con la con flauta traversa.
El que sí lleva arpa y va con alpargatas y sombrero es Ruby Fajardo. Él y su primo Neil Rodríguez, quien lo acompaña -tambien con un Cuatro- son fieles representantes de la cultura llanera venezolana.
Los restaurantes son su objetivo. En un día recorren cuatro o seis, con eso hacen cerca de $30.000 o $40.000 diarios. Claro, cuando salen en la noche, a tocar, sobre todo en algunas tiendas de barrio, donde su música es bien recibida por los que se están tomando una cerveza, las ganancias son mayores.
Todos ellos, con instrumento en mano, tienen algo en particular: salieron de Venezuela pero quieren, algún día, volver a ella.