Esta semana se celebraron los primeros 10 años del centro de política energética global de la Universidad de Columbia, del que soy investigador desde 2019. Escuchando las conferencias que tuvieron lugar pensaba, para mis adentros, lo importante que es que las universidades tengan como propósito influir en las políticas públicas, además de enseñar, formar profesionales y hacer investigación. Este cuarto propósito –meterse en la discusión de los asuntos públicos– requiere un cambio de modelo tanto para profesores como alumnos.
No puede confundirse esto con la politización de las universidades. Sobran los ejemplos, en nuestro medio, de universidades que entienden mal su función y se convierten en plataformas para el activismo, sin rigor científico y con total desinterés en respaldar sus tesis con evidencia. Por ello, no sorprende que sean el semillero de funcionarios que ponen la ideología por encima de cualquier otra consideración.
Lo que se está imponiendo es un nuevo modelo donde además de enseñar y realizar investigaciones científicas –que toman años en producir resultados– las universidades participan en las discusiones de política pública. Hay muchas formas de hacerlo, pero la idea de tener centros enfocados en temas específicos con equipos multidisciplinarios es la que se está imponiendo. Lo indispensable es que haya interlocución permanente con las tres ramas del poder público.
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Una de las conferencias que más me llamó la atención fue la de Jennifer Granholm, secretaria de Energía de Estados Unidos. Le haría mucho bien al país una conversación entre esta exgobernadora del Estado de Michigan y su homóloga colombiana. Para empezar, tiene muy claro que la transición no sucederá rápidamente y que, por ahora, la torta energética debe crecer. Sin seguridad energética no hay transición energética posible, ni será factible erradicar la pobreza energética, que existe todavía en las economías avanzadas y, sobra decirlo, es un enorme problema en países como el nuestro.
Esto era cierto hace un año, pero ahora después de la invasión rusa a Ucrania es doblemente válido. Sobran los ejemplos de países que utilizan y utilizarán la energía con objetivos geopolíticos, para imponerse sobre otros. En nuestro caso, perder la soberanía energética nos quitaría independencia, capacidad de decisión y autonomía. Es decir, nos saldría muy costoso a la hora de fijar nuestras prioridades.
Pero también hay una dimensión social. El Gobierno no nos debe poner frente a una decisión binaria: elegir entre combustibles fósiles o limpios. Ambos deben hacerse. De lo contrario, si el acceso a la energía se encarece va a haber reacciones negativas contra las energías limpias, lo cual atenta contra la idea misma de una transición. Garantizar la seguridad energética y contar los recursos para reducir la pobreza energética, es la mejor manera de acelerar la transición energética.
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Otro aspecto que enfatizó la Secretaria es el de los trámites y permisos. Allá, como acá, este asunto se ha convertido en un gran obstáculo para la transición. El presidente Biden está obsesionado con que se apruebe una reforma que busca acortar los tiempos de desarrollo de los proyectos de energías renovables.
La mayor parte de la estrategia de implementación de la administración de Biden se ha basado en la zanahoria a las energías limpias más que garrote a los fósiles, todo lo contrario a lo que ha ocurrido en Colombia.
Uno de los mecanismos que está generando movimientos tectónicos en la inversión privada es la ley IRA (inflation reduction act) que, entre otras cosas, otorga beneficios tributarios, que pueden alcanzar hasta el 50%, a quienes invierten en ciertas actividades (como la fabricación de baterías para los vehículos eléctricos), pero tiene beneficios adicionales según la ubicación (por ejemplo, en comunidades indígenas) o si se entrenan trabajadores.
Haría mucho bien que el gobierno colombiano tomara atenta nota de lo que se está haciendo en política energética en otras latitudes.
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