Esta semana ocurrieron muchas cosas por primera vez. Es la primera vez que un Presidente saca al ministro de Hacienda a pocos minutos de iniciado el partido, cuando está haciendo bien la tarea y, sobre todo, cuando está a horas de votarse el Plan Nacional de Desarrollo, un proyecto bandera en el que siempre hay forcejeos de última hora.
Es la primera vez, en casi 100 años, que un Presidente (con la cacofonía de su nuevo ministro de Hacienda), tilda al gremio cafetero de antidemocrático y se opone a la elección del gerente después de cumplirse el procedimiento acordado con sus propios delegados.
Es también la primera vez que se lanza una nueva política de seguridad –el tema que hoy más preocupa a los colombianos–, pero no se explica ni se discute, sino que se contrapone a una cumbre internacional sobre Venezuela. Tratando de encontrarle alguna lógica al asunto, parecería que el Gobierno nos quiso decir que el verdadero problema de seguridad de Colombia es la crisis política de Venezuela. No obstante, la cumbre resultó ser una oda a la retórica y la inacción, sazonada con referencias a las pasiones de Bolívar en el Palacio de San Carlos, y por completo carente de planes y propuestas concretas.
El mismo día de la cumbre, ante la falta de votos para aprobar la reforma de la salud, el Presidente –por primera vez– decidió cerrar filas, pedir la renuncia de sus ministros y romper la coalición. En otras palabras, en lugar de sumar respaldos, decidió restar.
Muchas primeras veces. Ojalá, las últimas.
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Soy de los que piensan que es mejor que salga a flote el verdadero ADN del Gobierno, sin maquillajes. Llegó la hora de enfrentar la realidad y no construir escenarios pensando con el deseo. El constante estado de agitación no va a cambiar. Tampoco cederán los ataques a quienes piensan diferente, expresidentes incluidos, principalmente a través de las redes sociales. En otras palabras, el Gobierno continuará nutriéndose de la polémica, no de la buena gestión. Lo peor es que ya sabemos que esta forma de hacer política acaba debilitando la democracia.
No tengo duda de que el Gobierno insistirá en las reformas que ha presentado al Congreso. Con el ministro Jaramillo, la reforma de la salud tiene una nueva cara –con mejores formas y más experiencia política–, pero con las mismas ideas. El ministro Bonilla se encargará de la reforma pensional, de la que ya venía ejerciendo como vocero y defensor. Tampoco se pueden esperar grandes modificaciones. Y, en el entretanto, se le abre el paso a la reforma laboral, que tiene poca oposición pese a que va en total contravía frente a lo que hay que hacer para generar empleo.
Muchas personas esperan que la ley de bancadas imponga moderación y pragmatismo. No soy tan optimista. Hay tres razones por las que es muy posible que el Ejecutivo logre comprometer, uno a uno, a los congresistas para que voten a favor de sus tesis. Primero, a la ley de bancadas le faltan dientes: no conozco el primer congresista sancionado por no haber acatado las directrices de su partido. Segundo, los congresistas están ávidos de apoyo para sus candidatos a alcaldías y gobernaciones, y las elecciones están encima. Tercero, las directivas de los partidos dependen de los congresistas, y no al revés. No hay director de partido que pueda sobrevivir a una bancada que lo quiera cambiar.
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Ante la aplanadora del Gobierno, la única opción es el poder de los electores. Gremios, analistas, políticos –todos– debemos participar en el debate, visibilizando para el colombiano de a pie lo que está en juego con su trabajo y su salud. Ese es el único antídoto posible.
En muchos círculos comienza a decirse que si las reformas no son aprobadas en el Congreso, se convocaría una asamblea constituyente. Este es el escenario que prefieren los caudillos de izquierda y derecha, que ven allí la oportunidad de agitar sus bases y medir fuerzas. También a los extremos se les abre la oportunidad para cambiar aquello que no les gusta de la Constitución, que, por lo general, es lo que más debemos defender. Estos son los escenarios que debemos estar preparados a derrotar –por primera vez–.
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