El presidente Petro comenzó el año con la mira puesta en 2026. Su estrategia parece ser la de recorrer el país con un discurso estructurado en tres tiempos, con variaciones relativamente menores de tarima en tarima.
Es natural que el Presidente esté preocupado. Los resultados de las elecciones de octubre pasado, la pérdida de favorabilidad en las encuestas y el pobre desempeño en materia de crecimiento económico –que pronto se reflejará en las cifras de empleo– indican que al Pacto Histórico, o su sucesor en una gran coalición de fuerzas afines al Gobierno, no le quedará nada fácil mantenerse en el poder.
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La gente le está pidiendo resultados. Ya pasó suficiente tiempo desde que se inició el mandato y es entendible que haya frustración por cuenta de las promesas incumplidas. El presidente Petro lo sabe. De ahí su nueva estrategia.
El primer tiempo de sus discursos –sea en Quibdó, López de Micay o Tumaco– lo dedica al regaño. Han sido ya varios los funcionarios a los que recrimina en público. Cómo así que el acueducto no está andando, por qué no hay luz en el municipio, es inaceptable que la producción de café haya caído… Estás son apenas algunas de las quejas que le hemos oído mientras enfila baterías contra ministros y ministras.
Con esto, busca tomar distancia frente a la falta de gestión, poniendo el foco en otra parte. Sin embargo, en el fondo todo el mundo sabe que el director de la orquesta es el responsable de que los gobiernos funcionen o no. Su tarea es irremplazable: de lo contrario, lo que termina ocurriendo es un juego de ping-pong entre funcionarios, cada uno diciendo que el problema ha estado en otra dependencia. El único que puede parar esa dinámica es el propio mandatario, quien dice desconocerse, pero la verdad es que la faceta de gerente y ejecutor no se la hemos conocido los colombianos.
Una vez expurgada la culpa, el discurso pasa al segundo tiempo. Es ahí cuando entran en escena las grandes promesas, las iniciativas que van a partir en dos la historia. Se ha hablado, por ejemplo, de un tren entre el Pacífico y el Caribe que remplace al canal de Panamá, o de una incursión aeroespacial, como dijo en enero pasado, tras reunirse con su homólogo chileno, Gabriel Boric.
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En esa misma línea, la idea de reformar el estatuto tributario para que sean las personas y no las empresas las que pagan los impuestos tomó a todo el país, incluyendo sus propios ministros, por sorpresa en medio del saludo de año nuevo. Todo esto entra en la categoría de globos que domina la conversación –cautivando a unos más que otros– como parte de un lenguaje aspiracional, casi que utópico, que le da un condimento necesario al discurso para mantener la atención del público y ponerlo a soñar para olvidar los desencantos con el presente.
Algo que me ha llamado la atención cuando el discurso entra en esta fase es que nunca desaprovecha la oportunidad para descalificar a todos sus antecesores. Los critica por no haber hecho lo que él promete ahora.
De allí el discurso pasa al tercer tiempo, quizás el más importante de todos, necesario para concluir con un mensaje que tenga la capacidad de aglutinar: no he hecho, porque no me han dejado gobernar. Ahí el Presidente tiene una amplia gama de recursos. Un día son los medios de comunicación. Otro día, los entes de control, el capital o las élites bogotanas.
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Los tecnócratas con opiniones independientes, en especial los que han trabajado en su Gobierno, los acusa de ser infiltrados que defienden los intereses de ese país que no lo deja gobernar. Este tercer tiempo sirve para buscar cohesión alrededor de un enemigo común que, de paso, es el culpable de todos los problemas del país.
Soy de los colombianos que piensan que tenemos demasiados retos como para que el ejercicio de la política se convierta en una efímera obra de teatro. Pensar en grande está bien. Un país como Colombia puede y merece hacerlo. Pero más que pensar en grande, hay que hacer en grande. Cuando el ejercicio del Gobierno se reduce a los discursos, la acción institucional termina pareciéndose más a una campaña electoral permanente: muchas promesas y pocas realizaciones. Al final de la opereta quedan las luces, la emoción diluida y los ecos de los aplausos, pero no mucho más. El país necesita algo diferente.
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