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Editorial
Las niñas calvas
En Puerto Gaitán, la banda criminal tomaba a las menores y sin razón alguna les rapaban la cabeza.
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Domingo, 6 de Septiembre de 2015

El título es apenas una referencia para llamar la atención sobre la atrocidad más infame de esos trogloditas conocidos hoy como paramilitares: el ataque sistemático, sin el menor escrúpulo, generalizado y aberrante contra la mujer colombiana.

Las niñas calvas son de Puerto Gaitán, Meta, donde la banda criminal o el grupo paramilitar del pueblo, a órdenes de José Baldomero Linares, tomaba a las menores de edad y sin razón alguna les rapaban la cabeza y las sometían a prácticas degradantes. Por no seguir las reglas de la pandilla, unas 100 niñas menores fueron violadas y luego obligadas a trabajos rudos como hacer obras, picar piedra, restaurar calles y embellecer la ciudad. La dignidad de estas chicas quedó perdida para siempre, porque hoy, en ese pueblo, las ven en la calle y las recuerdan como las mujeres a las que los paramilitares castigaban porque se portaban mal.

Hubo casos en los que, desnudas, las niñas fueron obligadas a barrer las calles, mientras las acusaban de violar el toque de queda impuesto por el caprichoso patrón de los matones.

Desde luego, desconocemos las circunstancias de sometimiento de la gente a los mandatos de Linares y su asquerosa jauría de truhanes, pero no hay referencia alguna de la reacción de nadie. Todo ocurría en público, ante una gente anestesiada en el alma de padres, amigos, parientes, vecinos o simples conocidos de las niñas. ¡Qué dolor!

No eran, como algunos consideran, ni luchadores políticos ni del pueblo ni nada por el estilo, eran salvajes desenfrenados que, además de escribir con sangre inocente las páginas más negras de la historia colombiana, se dedicaron a esclavizar a la mujer y a llenarla de indignidad, de deshonra, de vergüenza, de ignominia y de estigmatización.

Fue un asco, un régimen de esclavitud sexual en el que el Tribunal de Justicia y Paz de Bogotá identificó siete marcas atroces: violaciones, abusos sexuales, prostitución y esclavitud forzada, tratos degradantes, feminicidios, abortos y torturas. Y ante ello, el silencio fue absoluto, sobrecogedor.

Nadie dijo nada. O, acaso, ¿alguien en Ocaña levantó la voz para defender a las niñas que, como lo han hecho y hacen en el mundo entero, usaban blusas cortas y en las noches los monstruos Armando Madariaga Picón y Jesús Noraldo Basto les hacían cortes en el vientre con navajas de combate? No, nadie dijo nada.


En medio de las dificultades lógicas que implica investigar este tipo de actos tan atroces, el tribunal logró recaudar 269 casos de violencia de género, casos que solo son una muestra del gran esperpento, que de ordinario terminaba con la condena a muerte de las mujeres que se resistían, o con los famosos embarazos forzados destinados a dar hijos al movimiento criminal.

Los peores horrores de la larga pesadilla paramilitar los enfrentaron y sufrieron las mujeres, abrumadoramente indefensas ante el poder arrasador de una máquina de guerra en la que cualquiera era culpable de cualquier cosa que se le ocurriera al jefe de los otros asesinos.

Para tener una idea muy superficial de lo ocurrido, quizás valga la pena releer el episodio de una niña de Puerto Boyacá 16 años, a la que Arnubio ‘Botalón’ Triana, el amo paramilitar de la zona, hizo su esclava sexual. Él acaba de salir de la cárcel, donde pagó ocho años. Ella, probablemente trate de esconder su humillación en algún recodo del río Magdalena.

“Tenía 16 años (…), me llevaron a donde el comandante, se quedó viéndome, y me dijo que yo iba a ser su escolta y su mujer. Desde esa noche me forzó…”

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